viernes, 14 de septiembre de 2012

Contra la sociedad de la beneficencia obligada y su moral, por una ética de la liberación colectiva.



             
                   "La liberalidad conquista a los hombres, y principalmente a aquellos que no tienen medios de procurarse lo que necesitan para subsistir. Sin embargo, prestar ayuda  a cada indigente es algo que supera con mucho las posibilidades  y el interés de un particular. Pues las riquezas de un particular quedan muy por debajo de lo que sería una ayuda suficiente. Por otra parte, un solo hombre no tiene bastante capacidad para hacerse amigo de todos; por ello, el cuidado de los pobres compete a la sociedad entera y atañe sólo al interés común"  

Spinoza, Etica, parte IV, capítulo XVII.


             Cojo el metro de Madrid donde una amable mujer me abre la puerta del vagón. Al sentarme, me doy cuenta de que la mujer sigue de pie, y empieza a hablar, con lágrimas en los ojos, acerca de su desesperada situación. Está en paro y con dos hijas, y va a ser inminentemente desahuciada, sólo pide un poco de dinero para tener algo que dar de comer a sus hijas. Esta trágica situación empieza a ser normal en los vagones del metro de Madrid, y cada vez se repite con más frecuencia. La imagen es aún más a atroz si percibimos la sensación de pantalla que existe alrededor de la misma; jóvenes con cascos, adultos bien vestidos mirando sus teléfonos y chateando, permanecen ajenos a la escena. Se produce una sensación de espectacularización de la situación, como si lo que allí se desenvuelve no tuviese que ver con nosotros y no fuese más que otra irrealidad televisiva que en nada afecta a nuestras vidas. Únicamente algunos, mayoritariamente inmigrantes, parecen compadecerse con la imagen y acceden a dar una pequeña limosna.

            Esta imagen es por si sola expresiva     de todos los mecanismos que condicionan la servidumbre moderna. Expresa la impotencia llevada al extremo de los que se ven desposeídos de cualquier medio para poder garantizar su subsistencia, de los que se ven obligados, por lo tanto, a pedir su vida a otros. Se reproduce así un esquema jerárquico que se resuelve por medio de la beneficencia, donde los desposeídos están a expensas de la buena voluntad moral de sus benefactores. Pero la beneficencia, lejos de alterar el orden establecido, funciona como mecanismo para su mantenimiento. Siempre que tengamos que pedir nuestra vida a otros, siempre que nos veamos obligados a garantizar nuestra subsistencia por medio de una donación voluntaria de un tercero, nos veremos abocados a una relación jerárquica que se reproducirá estructuralmente cada vez que dicho “acto benefactor” se produzca.

           Contemplemos ahora por qué dicha situación es expresiva de todos los mecanismos que condicionan la servidumbre moderna, como dije al principio.  Dicho “acto benefactor”, consistente en “pedir tu vida” a otro del que dependes, es el que se produce siempre que solicitamos a nuestros buenos patrones un empleo, arrastrando nuestra dignidad por los suelos cada vez que acudimos a una entrevista de trabajo. Dicho “acto benefactor” tiene lugar también cuando pedimos un préstamo a los bancos, o cuando un país pide un préstamo a un banco u otra institución de carácter político-financiero, a cambio de las correspondientes contrapartidas (pago de intereses, políticas económicas, etc). Por lo tanto, la situación del que pide en el metro su vida a otros no dista mucho de ser una situación generalizada, e incluso a tenor del rol que juegan actualmente los bancos, políticamente dominante. En realidad, es la situación potencial, llevada al extremo, en la que todos nos encontramos. Por eso sorprende la indiferencia o la distancia con que la ciudadanía afronta estas situaciones. Esto se debe, sin duda, a una mistificación ideológica que nos impide reconocernos en lo que somos.

         Un ejemplo del modo como se construye esta ideología lo tenemos en los recientes debates publicados en Telecinco acerca de la expropiación colectiva de alimentos de primera necesidad llevada a cabo por miembros del SAT, en algunas de las grandes superficies que detentan el monopolio de la distribución de estos productos. La acción del SAT rompe radicalmente las reglas del juego de la beneficencia. Aquí los desposeídos no se resignan a que su vida les sea “dada”, aquí ellos toman las riendas de su destino, las toman. La propaganda dominante, firme defensora de la jerarquía que obliga a la beneficencia, no tardó en lanzar una campaña masiva (bien ridícula) de desprestigio hacia quienes realizaron estos actos. Hasta tal punto es así que en el debate de Telecinco emitido por la noche el 11/08/12 (http://www.mitele.es/programas-tv/el-gran-debate/temporada-1/programa-31/), donde se trataba de condenar bajo todos los aspectos la acción del SAT, fue seguido de un reportaje donde se mostraba de manera ejemplarizante la acción caritativa de una familia sueca que había ayudado a una familia española desahuciada, fruto de su conmoción al conocer la noticia a través de un programa televisivo de su país. Queda así clara qué acción no debe ser tenida como ejemplo, y cuál sí. Lo justo y lo injusto, lo lícito y lo ilícito, que aparentemente son atributos inherentes a las acciones mismas, en realidad son denominaciones extrínsecas emanadas de los poderes constituidos, que determinan las reglas del juego en las que es legítimo jugar.

            La solución que nos propone en este sentido la ideología dominante es una solución privada, caritativa, individual y pasiva, expresión de una sociedad mercantilizada donde todo pacto entre individuos está mediado por la entrega e intercambio de una cosa (sea limosna, salario o un préstamo). A esto Marx lo denominó, en la medida que el cuerpo social tiende a regirse casi exclusivamente por este principio, “cosificación de las relaciones humanas”, fundamento del fetichismo de la mercancía. La solución de los compañeros del SAT, por el contrario, supone una organización colectiva, una actitud activa, que cuestiona las mismas reglas del juego en las que se produce la situación de la beneficencia. La primera solución apela a la moral, y al mantenimiento del status quo de la desigualdad que constituye el fundamento de la beneficencia. La segunda apela a la acción política directa, y cuestiona el orden de cosas existentes que obliga a la caridad.

            Entonces, podemos medir la importancia de una acción por el grado de condena que expresan los poderes dominantes hacia la misma. Porque gracias a la acción de Sanchez Gordillo y sus compañeros del SAT podemos pensar otra forma de afrontar la crisis y de afrontar la cosificación e individualización que estructuralmente nos constituye. Podemos darnos cuenta de que la riqueza simplemente está ahí, y que no tenemos más que organizarnos colectivamente para tomarla y hacer uso de ella. Que no necesitamos vendernos a un patrón, ni vendernos a un banco por un préstamo cualquiera si optamos por tomar y gestionar directamente, de manera colectiva, una riqueza que está  acumulada obscenamente en manos privadas. Entonces, se trataría de trasladar la esfera de lo político de la farsa de los parlamentos y los partidos a la esfera misma de la producción real de la vida y de la riqueza, o sea, a nuestros puestos de trabajo, estudio, vivienda, etc. Se trataría de construir un marco donde los problemas sociales no sean gestionados individualmente, de manera privada, entre desiguales que intercambian, sino colectivamente, políticamente, entre iguales que cooperan. Porque si para algo existe la llamada esfera de “lo político” en nuestras modernas sociedades capitalistas, en tanto que esfera separada y autónoma, es precisamente para invalidar la pretensión de que en cualesquiera otras esferas de la sociedad pueda desarrollarse, de manera autónoma, lo verdaderamente político que se juega en ellas. El parlamento y todas las instituciones de “sustracción” de lo político a la ciudadanía existen precisamente como forma de privatización del resto de las esferas sociales, que se presentan entonces como meros lugares para el desenvolvimiento de los individuos privados y sus propiedades privadas, en un marco de mero intercambio mercantil.

            Como es lógico, construir otro tipo de sociedad que transforme la beneficencia individualizada y obligada en potencia política común (que tome, y no pida prestada la existencia); transformar la ideológica moralina dominante en potencia ética de construcción de un marco nuevo de relaciones más justo, no es tarea fácil que se pueda conquistar de un día para otro. Pero al menos habremos realizado un gran avance si superamos los escollos paralizantes de la ideología dominante. Entonces podremos plantearnos la pregunta de si queremos una vida sumisa basada en la incuestionable obligación de pagar nuestras deudas a nuestros “benefactores”, u optamos por anteponer la vida y la política a las necesidades de los juegos del mercado.
                       
            Los actos excepcionales de movilización, de protesta, y de desobediencia, permiten tomar conciencia de una colectividad más allá de los derechos individualizados derivados de la economía mercantil, y de los canales habituales por los que transita nuestra estructural sumisión “voluntaria”. Permiten reconfigurar un nuevo escenario común donde los signos y afectos que circulan pueden formar un cuerpo colectivo de carácter político más potente. Permiten, en definitiva, literalmente, ver más allá de los velos ideológicos construidos en nuestra percepción cotidiana. Frente a la indignidad y la impotencia de la beneficencia y la caridad, que pide su derecho a existir y a obrar a instancias externas, frente a la moralina individualizada de agentes privados desvinculados entre sí, es necesaria la construcción de un tejido común de experiencias que instauren las bases para una acción colectiva más potente y más consciente que la de los individuos por separado. Encontrémonos en las calles estos días de movilización de septiembre, y experimentemos que lo más útil para un hombre no es el dinero ni las propiedades, ni tampoco esa cosificación del poder alienado que llamamos Estado, sino sencilla y llanamente, como decía Spinoza, otro hombre con el que cooperar y concordar en naturaleza, de tal manera que juntos podamos conformar un nuevo individuo más potente, más racional, y más alegre.
                       

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